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Xavier Zubiri

¿QUÉ ES SABER?

Bibliografía oficial #43, pp 33-59, paginación de la 5a edición, y
Bibliografía oficial #20 [primera parte]

 

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I. SABER ES DISCERNIR.

II. SABER ES DEFINIR.

III. SABER ES ENTENDER. LAS TRES DIMENSIONES DEL ENTENDER LAS COSAS:

A) LA DEMOSTRACION DE SU NECESIDAD.

B) LA ESPECULACION DE SUS PRINCIPIOS.

C) LA IMPRESION DE SU REALIDAD.

 

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I

 

SABER ES DISCERNIR

 

Supongamos que se nos muestra una copa de vino. La tomamos por tal. Pero resulta que no lo es: es vino falsificado. ¿Qué quiere decir esto? Para comprenderlo, reflexionemos sobre cómo rectificamos nuestro error. Apelamos a otro líquido que sea indudablemente auténtico, esto es, que presente todos los rasgos o caracteres peculiares del vino. Es decir, nuestro error se funda en que el vino, él, es falso, y es falso porque presenta un aspecto engañoso, ocultando su aspecto verdadero. Parece vino, pero no lo es. Para rectificar el error, obligamos al líquido en cuestión a descubrir su aspecto verdadero, y lo comparamos con el aspecto que ofrecía antes el vino. Todo ello supone, pues, que, en una u otra forma, lo que llamamos las cosas está constituido por el conjunto de rasgos fundamentales que las caracterizan. Por esto es posible que parezcan una cosa y sean otra. Esta especie de "fisonomía" o "aspecto" es a lo que el griego llamó eîdos, literalmente figura.[1] A su patencia es a lo que más especialmente denominó verdad. De aquí en adelante emplearemos el término "aspecto" no en el sentido de apariencia, sino en este otro de figura verdadera de las cosas.

Fijémenos ahora en una particularidad. Cuando queremos enseñar lo que es vino a alguien que lo ignora, no hacemos sino mostrárselo, es decir, enseñarle el verdadero aspecto del {36} vino. Al aprehenderlo en su experiencia, lo primero que ha aprehendido, aun sin darse cuenta de ello, es algo peculiar al vino, y’ por tanto, no exclusivo de este vaso. El "aspecto", en el sentido que aquí damos a esta palabra, es algo que no tiene significación particular, sino, por así decirlo, típica. Por esto lo llamó Platón Idea. Idea no significa primariamente, como hoy, un acto mental, ni el contenido de un acto mental, sino el conjunto de estos rasgos fisonómicos o característicos de lo que una cosa es. Algo, pues, que está en la cosa, sus propios rasgos.

La palabra aspecto se presta a una confusión. En su sentido más obvio significa el conjunto de rasgos que posee la cosa, real y efectivamente; el aspecto es el conjunto de todos y solos sus rasgos actuales. Este primario sentido no es ajeno al eîdos platónico. Pero su genial descubrimiento le hizo fijarse más bien en otra dimensión del "aspecto". Una cosa, en efecto, no se limita a poseer ciertos rasgos o a carecer de ellos. Tanto en su posesión como en su carencia, se refleja además, o el cumplimiento o el defecto de ciertos rasgos perfectos, a los que se aproxima positiva o privativamente la realidad. En un gobernante no vemos tan sólo cómo gobierna de hecho, sino que, además, vemos reflejarse en él, por afirmación o por privación, las cualidades del buen gobernante. En este segundo sentido el aspecto que las cosas ofrecen no se compone tan sólo del conjunto de sus rasgos efectivos, en lo que tienen de realidad, sino también del conjunto de esos otros rasgos "perfectos", que realizados en grado diverso se reflejan en los primeros. Estos otros rasgos se hallan incluidos en la realidad, pero de modo distinto. Los llamados rasgos reales no hacen sino "estar" simplemente en la realidad; los otros no "están" en ella, sino que más bien "resplandecen" positiva o negativamente en las cosas. Platón considera primariamente la realidad de este segundo punto de vista como relucencia de algo, y a este algo llamó Idea, el aspecto de las cosas en su segunda dimensión. La realidad sensible en sí misma no hace sino realizar en vario grado la Idea. que en ella resplandece. Visto lo mismo desde las cosas sensibles: las cosas se parecen más o menos a las ideas que en ellas resplandecen. Ahora bien: a poco que se reflexione se verá que estas cualidades del buen gobernante, que por ausencia o {37} presencia resplandecen en todo político, son las mismas para todos los que se dedican a la faena de gobernar. Las Ideas se convierten entonces en "lo esencial" de las cosas, algo común a todas ellas. Y esto es lo decisivo.

Dejemos de lado toda complicación teórica: esta apelación a la idea es un suceso inmediato de nuestra experiencia cotidiana. Cierto que si no tuviéramos más que sentidos, ello sería imposible. Cada sentido no da, por sí, más que unos cuantos caracteres de las cosas; la suma de todos los sentidos tampoco nos serviría para el caso, pues el vino es una cosa y no muchas, ni aisladas ni sumadas. Por esto, lo que llamamos "cosa" es, para los sentidos, un simple "parecer" ser tal cosa, sin poder decidir silo es o no de veras. Pero, además de sentidos, el hombre tiene un modo de experiencia con las cosas, que le da de plano y por entero, de un modo simple y unitario, un contacto con las cosas, tales como son "por dentro", por así decirlo: quien padece una enfermedad, tiene de ella un conocimiento, "sabe" lo que es estar enfermo y lo que sea su enfermedad mejor que el médico sano, por extensos que sean sus conocimientos; quien "conoce" a un amigo, "sabe" quién es él mejor que cualquier biógrafo suyo. Es un saber que toca a lo íntimo de cada cosa; no es la percepción de cada uno de sus caracteres, ni su suma o adición, sino algo que nos instala en lo que ella verdadera e íntimamente es, "una" cosa que "es" de veras, tal o cual, y no simplemente lo que "parece". Una especie de sentido del ser. No es, pues, un acto místico o transcendente: todo comportamiento con las cosas lleva en si la posibilidad de esta "experiencia". Y sólo eso es lo que propiamente llamamos "saber" lo que una cosa es, saber a qué atenernos, en punto a lo que ella es y no tan sólo a lo que parece. A esta "experiencia" llamó el griego noûs, mens. Pues bien: el "aspecto" de las cosas a que antes aludíamos no es sólo el contenido de los sentidos, sino, sobre todo, este elemental y simplicísimo fenómeno del acto mental, del noeîn, que nos da lo que una cosa es. Gracias a ella, decía, "sabemos", en un sentido excelente, las cosas; podemos, en efecto, discernir unívoca e indubitablemente lo que de veras "son", de lo que no hace sino "parecer" serlo: el que "es" amigo, o un hombre justo, del que sólo tiene la apariencia de tal. {38}

El hombre no está simplemente ante las cosas, sino que se mueve entre ellas, decidiendo en cada caso sobre lo que son. Merced a esa experiencia que hemos descrito someramente, puede emitir Un juicio o fallo acerca de ellas, se fía de las cosas y se confía a ellas. Esta decisión o "fallo" es un "hacer suyo", lo que las cosas son, "entregándose" a ellas. Tal es el "decir Es como el juez que hace suyo el resultado del proceso entregándose a él, esto es, diciendo la verdad de lo sucedido. Al "decirse" que son de veras tal o cual cosa, "discierne" las reales de las aparentes, f alía acerca de ellas, escinde las que son de veras de las que no lo son. No se trata ya de que parezcan, sino de que sean. Esta decisión es una de las dimensiones esenciales que para el primitivo griego poseía el logos. Y, conforme a ella, saber significó primariamente discernir lo que es de lo que no es; o, como se decía, el ser del parecer ser. En definitiva, poseer las ideas de las cosas. La verdad de nuestras decisiones, de nuestro logos, no consiste sino en contener esa "experiencia". Parménides fue quien primeramente lo vio con claridad temática. Y Platón aceptó de él esta vieja lección.

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II

 

SABER ES DEFINIR

 

Mas aquí comienzan nuevas oscuridades. ¿Hasta qué punto puede llamarse "saber" a este discernimiento, por radical que sea? Platón vio el problema con entera claridad. Saber es algo más que discernir apariencia y realidad. Se puede discernir perfectamente una circunferencia de un triángulo, y no ser geómetra. Para esto último, además de saber "que" esto es circunferencia o triángulo, hace falta poder decir "que" es la circunferencia o el triángulo. No es discernir lo que es de lo que parece, sino discernir lo que "es" una cosa a diferencia de otra que "es" también. Ello supone una especie de desdoblamiento entre "el que es" y "lo que es", entre la "cosa" y su "esencia". Sólo "sabemos" lo que una cosa es, cuando, efectuado este desdoblamiento, vamos copulando a la cosa (tomada como punto de apoyo firme y de referencia, de nuestra expresión) aquello que, por desdoblamiento, hemos "extraído" de ella. Y, ¿qué es esto que hemos extraído? Pues justamente los rasgos característicos de la cosa en cuestión, uno a uno, tomados separadamente entre sí y respecto de la cosa de que son rasgos (autó kath’autó, como diría Platón). Esto es, el desdoblamiento no es sino un explicar cada uno de los momentos de la "idea", del "aspecto", cada uno de los rasgos de la "fisonomía", de la cosa. Entonces, no sólo discernimos una cosa de su apariencia, lo que es de lo que no es, sino que, además, circunscribimos con precisión los límites donde la cosa empieza y termina, el perfil unitario de su aspecto, de su idea. Es la "definición". Saber no es discernir, sino definir. Tal es la gran conquista del platonismo. {40}

 

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III

 

SABER ES ENTENDER

 

Pero tampoco es esto suficiente. Platón mismo lo barruntó; mas fue Aristóteles quien dio a la cuestión su arquitectura decisiva. Saber es, en cierto sentido, algo más que discernir y definir. Sabemos algo plenamente cuando, además de saber "que es, sabemos "por qué" es. Esto es lo que late en el fondo de todo el saber pre-aristotélico. Haberlo hecho patente, histórica y sistemáticamente, es una de las creaciones inmortales del aristotelismo. Y, para comprenderlo, basta reflexionar atentamente sobre lo que significa ese aspecto o idea de que venimos hablando. Cuando se nos ha mostrado el verdadero aspecto del vino auténtico, no queda dicho todo al decir que ése es el aspecto o la idea de aquél. En realidad, hay algo más: el vino auténtico tiene tal aspecto porque "es" vino.[2] Esa su idea o aspecto no es sino la patentización de lo que es, de lo qwe ya era antes de que se mostrara. La verdad de la cosa se funda en el ser mismo de ella. Si se quiere seguir hablando de idea, habrá que entender por ella el conjunto de rasgos, no sólo en cuanto "características" del vino, es decir, en cuanto éste se ofrece a quien lo contempla, sino como rasgos que previamente "constituyen" el vino en cuestión; la esencia, no sólo como contenido de una definición, sino como lo que esencialmente constituye la cosa; la idea, como "figura", es lo que antes "configura" a la cosa, le da su "forma" propia, y con ella se establece con plena suficiencia y peculiaridad frente a las demás. Este {42} "ser-propio-de", esta "propiedad" o "peculio" y la "suficiencia" que lleva aparejada, es lo que el griego llamó ousía, sustancia de algo, en el sentido que la expresión tiene aún en español, cuando hablamos de "sustancia" de gallina, de un guiso "sin sustancia" o de una persona "insustancial". Aunque coincidiendo, por su contenido, con este "porqué", el "qué" tiene un sentido completamente distinto. Antes teníamos un simple "qué": ahora, un "qué", que lo es "porque" las cosas "son" así y no de otra manera. Al saber las cosas de esta suerte, sabemos la necesidad de que sean como son y, por tanto, por qué no son de otro modo. No sólo hemos definido la cosa, sino que hemos "demostrado" en ella su necesidad.[3] De-mostración no significa aquí prueba racional, sino exhibición de la articulación de algo, como cuando hablamos de una "demostración" de fuerza militar o de la opinión pública en una manifestación. El saber por excelencia es el saber demostrativo del necesario porqué de las cosas. En esta de-mostración no hemos hecho una vez más sino explicar los rasgos de la idea, de modo distinto al simplemente indicativo. Saber no es discernir ni definir: saber es entender, demostrar. Sólo la interna articulación del "qué" y del "porqué" hace posible una ciencia sensu stricto que nos diga lo que las cosas son. Entonces es cuando la Idea adquiere con plenitud el rango de "ser constitutivo" de la cosa. La cuestión acerca de lo que las cosas son queda así vinculada definitivamente a la cuestión acerca de la Idea. Y esto va a ser esencial para el porvenir de la mente humana. A partir de este momento, en efecto, el saber humano va a ser una carrera desenfrenada por conquistar "ideas".

¿Cómo?

A) La "de-mostración", en el sentido amplísimo que hemos dado al vocablo, es cosa, por lo demás, problemática y difícil. No todo es quizá de-mostrable en el mismo sentido. No todo puede ser entendido de la misma manera. Ni todas las {43} cosas, ni todo en ellas, nos es igualmente accesible. A esta vía de acceso a las cosas es a lo que los griegos llamaron méthodos. El problema del método adquirió así, por encima de su carácter aparentemente propedéutico, un genuino sentido metafísico. No se limita el método a ningún modo especial de acceso a las cosas: lo mismo los sentidos que el logos son métodos. Pero preferentemente se concentró la atención en el logos, por ser la vía que nos conduce a entender las cosas. La interna articulación de los elementos del logos es el objeto de la lógica. El problema del método se convierte así en "lógica", en una elaboración de la idea misma del logos; y teniendo en cuenta que la idea es, según llevamos dicho, la forma de las cosas, aquello que formalmente las constituye, se comprenderá que la lógica estudia lo que formalmente constituye el logos; y en este sentido eminentemente real es la lógica algo formal. De esta suerte, la lógica fue el órganon del saber real, aquello que nos permite conquistar nuevas ideas y, con ello, nuevos rasgos de las cosas.

Y, ya en esta vía, observamos que los rasgos de la idea o forma, desdoblados o separados de la cosa, no tienen, naturalmente, subsistencia independiente de ella, ni aun reunidos por la definición. Por esto, al separarse la cosa y su esencia o idea, y dentro de ésta cada uno de sus rasgos, no les conferimos independencia sino mentalmente, esto es, por el acto mismo de noûs que los separa. Así, separados, no son sino conceptos o modos como la mente, al captar la cosa, con-capta todos sus rasgos y cada uno de ellos en sí y por sí. De aquí resulta que si en uno o varios conceptos encontramos necesariamente implicados otros, éstos serán otras tantas notas o rasgos que necesariamente pertenecen a la cosa. Entonces, la de-mostración adquiere una forma especial: es el descubrimiento mediato de ideas; no es un simple logos, sino un sil-logismo, lo que en sentido más usual suele llamarse "una demostración".[4] Es natural que se pusiera máximo esfuerzo en esta faena, y que no se considera ciencia, sensu stricto sino aquel saber que refiriera los conceptos a las cosas mediante un raciocinio. Saber, entender, {44} es entonces raciocinar, discurrir, argumentar. Algo es entendido en la medida en que el discurso o raciocinio lo manifiesta como necesariamente verdadero; lo demás es incierto o antícientífico. Ya Ockam decía: Scientia est cognitio vera sed dubitabilis nata fieri evidens per discursum. La ciencia es un conocimiento verdadero, pero dubitable, que por naturaleza puede hacerse evidente mediante el discurso. Así durante toda la Edad Media, y así también a partir del siglo xvi (pese a la distinta forma de raciocinar) en casi toda la ciencia; la matemática y la física teórica son un testimonio fehaciente de este triunfo del saber demostrativo y raciocinante. La filosofía misma ha padecido, durante largo tiempo, la tiranía de este "modelo".

B) Pero esto no es suficiente para el conocimiento. Si el razonamiento ha de hacernos entender las cosas, no ha de limitarse a discurrir sobre sus momentos. Ha de presentarlos en su interna necesidad, apoyados o fundados los unos en los otros, viniendo, por tanto, necesariamente los unos de los otros. A este "venir de" es a lo que desde antiguo se llamó principiar, y aquello "de que" algo viene, principio arkhê. Conocer una cosa no es sólo probar que necesariamente hemos de admitir que le corresponden tales o cuales momentos, sino ver, demostrar por qué le corresponden necesariamente; y, recíprocamente, mostrar cómo los unos conducen inexorablemente a los otros. Si el razonamiento tiene fuerza cognoscitiva, débese a que de-muestra esta necesidad, pero no a su necesidad polémica. Saber una cosa es saberla por sus principios. Si se quiere seguir hablando de lógica, habrá de ser una lógica de los principios, infinitamente más difícil que la lógica de los razonamientos.

Como el principio ha de serlo de que la cosa sea verdaderamente lo que es, no puede ser descubierto sino en aquel contacto íntimo con las cosas que llamarnos mens, noûs. Pero la mens no se limita a ver lo que la cosa es de veras. Comienza por "hacerla" visible. Quien no esté dotado de sensibilidad para hacerse amigos y ver en los demás algo más que semejantes, compañeros o socios, no puede ser amigo. Sólo quien {45} posee aquella sensibilidad puede descubrir en tal personal determinada "al" amigo, o a quien "no lo es", sino que es un simple "otro". Aristóteles compara, por esto, la mente con una luz que ilumina al objeto, "haciéndolo" visible para quien lo posee: la mente confiere, a la vez, "visibilidad" al objeto y "capacidad" de ver al hombre; hace, a la vez, de aquél un nóêma, y de éste una noesis. Esta oscura relación, barruntada ya por e] viejo Parménides, adquiere en Aristóteles toda su plenitud. Gracias a esta doble dimensión de la mente (la "agente" y la "paciente", decía Aristóteles) es posible mirar las cosas desde el punto de vista de lo que de veras son, y buscar, por tanto el ser primario de las cosas, para llegar a ver lo que son. Aristóteles llamó al noûs "principio de los principios"; lumen llamaron los Santos Padres y la Escolástica a una esencial cualidad suya; algo que nos lleva a lo intimo de cada cosa: intima penetratio veritatis, decía Santo Tomás.

¿Cómo es la mente principio de los principios? ¿Cómo conocemos las cosas en sus principios?

La multiplicidad de momentos de una cosa es lo que hace posible que no transparezca su verdadero ser, y justifica la pregunta de cuáles son sus principios verdaderos. Todo error viene de una falsificación, y toda falsificación supone una dualidad, en virtud de la cual algo puede parecer una cosa y se otra. Todo "falsum" conduce a un "error". Si, pues, resolvemos la cosa en sus elementos últimos y más simples, éstos n< podrán no ser verdaderos: lo simple es, por naturaleza, verdadero; puede ser ignorado, pero, una vez descubierto, no puede engañar, carece de "doblez". Todo otro momento estará fundado sobre estos momentos simples, los cuales serán, por tanto sus principios. Recordemos ahora que los momentos de la idea se expresan en conceptos que el logos vincula entre sí. Tratándose de elementos simples, este logos no puede errar, pues se encuentra ante relaciones que son "manifiestas" y "notorias’ por si mismas, que no necesitan, para ser patentes, sino un simplex intuitus en las cosas, como decía Santo Tomás. Lo "principios" de las cosas se expresan así en verdades primaria y, a fuer de tales, primeras en todo conocimiento. Es posible que el hombre ignore algunas de ellas, por ser exclusivas de {46} ciertos objetos; pero las hay que no puede ignorarlas. Las percibe por el mero hecho de existir, porque se refieren a las cosas por el mero hecho de serlo. Tales verdades (por ejemplo, el principio de contradicción) son primeras no sólo por ser su verdad anterior a toda otra, sino también por ser conocidas efectivamente con anterioridad a las demás, aunque tal vez sin darnos cuenta de ello. La interna necesidad, que caracteriza a todo conocimiento, se realiza en ellas de modo ejemplar; merecen, con máxima dignidad, ser llamadas conocimientos. Por esto las llamaron los griegos axiomas, que quiere decir "dignidades". Como no necesitan de nada más para ser verdaderas, no pueden ser falsas, y son necesariamente conocidas. Verdades, en cierto modo, connaturales a la mente, que constituyen el sentido primario de una mente que explícita lo que entiende, el sentido primario de lo que es "ser verdaderamente". Los principios son así principos de que algo sea, en verdad, lo que es. La mirada mental que los patentiza no es un simple abrir los ojos, sino un inquirir en las raíces de la cosa. A esta mirada llamó el latino in-spectio, "inspección". El simplex intuitus es una simplex mentis inspectio, para resolver la cosa en sus últimas simplicidades. Fácilmente se comprenderá que, obtenidos así los principios, conocer una cosa será mostrar la interna necesidad con que la cosa misma es así, y no de otra manera; no basta con que se pruebe que necesariamente haya de afirmarse que es así.

Tomemos, pues, los principios, irresolubles en si mismos, y combinémoslos ordenadamente para reconstruir la cosa, sin salir de esa mirada inspectiva en la verdad. Si lo logramos, esta reconstrucción de-mostrará la verdadera necesidad de la cosa. Resolver en principios y recomponer con ellos lo principiado, he aquí el modo de saber principal que culmina en Descartes y en Leibniz.

Pero tal vez esto no basta para conocer las cosas por sus principios. Queremos saber lo que de veras es el vino, porque la mente, según veíamos, nos hace mirarlo desde el punto de vista de lo que es de veras. La resolución y combinación me dan a conocer, en sus principios, lo que es el vino; pero no que sea vino esto que de veras hay aquí. Si saber es de-mostrar {47} por principios, no basta entender lo que el vino es de veras: hay que entender cómo, lo que verdaderamente es, es aquí y ahora vino y no otra cosa; hay que entender no sólo "lo que" es la cosa, sino "la cosa que es"; no sólo la esencia, sino la cosa misma; no sólo la idea en si misma, sino como principio de la cosa. Lo primero se expresa diciendo: "el vino es tinto. ". Lo segundo, diciendo: "lo que de veras es esto, es vino". Ahora bien: en "ser de veras" conviene todo; más aún: lo que llamamos "todo" no es sino el conjunto de todas las cosas en cuanto "son de veras". Ser de veras vino, y no otra cosa, significa, pues, escindir, en todo lo que es de veras, el ser vino de todo lo demás. Entender el vino desde sus principios será entonces entenderlo desde el "ser de veras". El principio de las cosas es este "ser de veras", y, por tanto, el todo. Lo que llamamos determinadamente "cada" cosa es aquello en que el principio, el todo, se ha concentrado lo que ha "llegado a ser". En cada cosa está, pues, en principio, todo; cada cosa no es sino una especie de espejo, speculum, que, cuando incide sobre ella la luz de la mente, refleja el todo, único que plenariamente es de veras. El ser de las cosas es un ser "especular" (tomado el vocablo como adjetivo). El todo está en la cosa "especularmente". Y saber una cosa por sus principios será saberla "especulativamente"; es ver reflejado en su idea el todo que de veras es; ver cómo lo que es "de veras" ha llegado a ser aquí vino. Entendida así la cosa, co-entendemos, en cierto modo, todo lo demás. Esta comunidad radical y determinada de cada cosa con todo es lo que se ha llamado sistema. Saber algo es saberlo sistemáticamente, en su comunidad con todo. Ciencia es entonces sistema. Este sistema expresa la manera cómo lo que de veras es ha llegado a ser "esto", vino. El logos que enuncia sistemáticamente el ser especular de las cosas no dice simplemente lo que es, sino que expresa este mismo "llegar a ser"; no es silogismo, sino dialéctica; mientras aquél deduce o induce, ésta educe. No es combinación, sino generación principial de verdades. Las ideas se conquistan dialécticamente. Si se ha logrado esto, se habrá entendido, no sólo por qué, lo que de veras es, es necesariamente vino, sino también por qué tenía que parecer otra cosa. El ser de veras es, a un tiempo, principio del {48} parecer. El conocimiento especulativo es absoluto. Así se cierra el ciclo con que comenzamos. El noûs no solamente ha descubierto los principios de lo que ve, sino el principio de su visibilidad misma, del ser de veras. Al hacerlas visibles, la mente se ve a sí misma reflejada en el espejo de las cosas en cuanto son. En las cosas que son de veras se patentiza, en puridad, la verdad. El saber especulativo es así, finalmente, un descubrirse la mente a si misma. Entonces es cuando ésta es efectivamente, y con plenitud de sentido, principio de principios, principio absoluto. Tal es la obra genial del idealismo alemán de Fichte a Hegel.

La primera mitad del siglo xix ha sido el frenesí romántico de esta especulación. El científico fue el elaborador de sistemas especulativos. Frente a él se alzó la voz de "vuelta a las cosas". Saber no es raciocinar ni especular: saber es atenerse modestamente a la realidad de las cosas.

C) El saber principial de las cosas, bajo su forma especulativa, contiene una justificada exigencia que le confiere su fuerza especial frente a todo saber raciocinante: saber no es sólo saber la esencia, sino la cosa misma. La cosa misma: ésta es la cuestión. ¿Hásta qué punto queda resuelta con la especulación? Cuando quiero saber lo que veras es esto que parece vino, la cosa misma, el vino mismo, el "de veras", no es un huero "ser verdad", relleno de predicados o notas. En la expresión el vino "mismo", el "mismo" significa esta cosa real. La cosa "misma" es la cosa en su realidad. Realidad no significa exclusivamente "ser material". Los números, el espacio, las ficciones tienen también, en cierto modo, su realidad. No es lo mismo la idea del tres que el tres, no es lo mismo la idea de un personaje de una novela que el personaje novelesco mismo; al igual que no es lo mismo la verdadera idea del vino que el vino "real y verdadero", como decimos en español. El saber especulativo ha desarrollado todo el problema para el lado de la verdad, dejando en suspenso, tan sólo como propósito firme, la realidad de lo que es. No ha logrado salir de la idea para llegar a las cosas. Por esto, eso que pudiéramos llamar ideismo ha sido, en última instancia, idealismo. Este es su fracaso. Saber, {49} no es sólo entender lo que de veras es la cosa desde sus principios, sino conquistar realmente la posesión esciente de la realidad; no sólo la "verdad de la realidad", sino también la "realidad de la verdad". "En realidad de verdad" es como las cosas tienen que ser entendidas.

La realidad es un carácter de las cosas difíciles de expresar. Sólo quien ha "estado" enfermo, o quien "conoce" a un amigo, "siente" la enfermedad y "siente" la amistad. Prescindamos de toda otra referencia: el sentir, en cuanto sentir, es realidad real;[5] el hombre sin sentido es como un cadáver. Pero el sentir es realidad sui generis. En todo sentir, el hombre "se siente" a sí mismo; "se" sien te, o bien o mal, agradable o incómodamente, etc. Pero, además, este su sentir, es sentir algo que en aquel sentir adquiere su sentido; se siente un sonido, un aroma, etc. El sentir, como realidad, es la patencia "real" de algo. En su virtud, podemos decir que el sentir es ser de veras; esto es, el sentir es la primaria realidad de la verdad. Es posible que no todo lo que el hombre sienta sea realidad independientemente de su sentir. Pero la ilusión y la irrealidad sólo pueden darse precisamente porque todo sentir es real y nos hace patente la realidad; la ilusión consistirá en tomar por real una cosa que no lo es. Dicho en términos más precisos: la realidad de la verdad nos manifiesta realmente la verdad de una realidad sentida en nuestro sentir. Y el problema será ahora escindir, dentro de esta verdad, la realidad, la cosa realmente verdadera, y la realidad verdadera de la cosa. Estos tres términos se hallan así constitutivamente unidos: realidad de la verdad, verdad de la realidad, realidad verdadera. Juntos, plantean el problema citado, para el cual hará falta no sólo una lógica de los principios, sino, en cierto modo, una lógica de la realidad. ¿Cómo asegura el sentir la posesión esciente de la realidad? {50}

Para verlo hay que precisar un poco esto del sentir humano. El hombre siente, ante todo, por los "sentidos". El rango especial de los sentidos, en el hombre, estriba no en que sean "sensorios", sino en ser "sentidos". No es lo sensorial el tipo del sentido, sino el sentido la raíz de lo sensorial. Los ojos, los oídos, etc., no son sino "organos" de los sentidos; pero el "sentido" mismo es algo de raíz más honda e íntima. Cómo órganos de los sentidos, son modos especiales de sentir las cosas, aquel modo de sentirlas que tiene lugar cuando las cosas materiales "afectan" a los órganos. Afecciones o impresiones de las cosas: he aquí el primer modo de sentir.[6] Al sentirse afectado el hombre, le es patente el sentido de su afección. Lo que llamamos "dato" de cada sentido es el sentido de su afección. Cada órgano, decía, es un modo especial de sentir; pero el sentir mismo tiene raíz más íntima. El sentir es algo primariamente unitario, es mi sentir, y cada uno de los sentidos no es sino un momento diversificador de aquel primario sentir. Por esto decía Aristóteles que el hombre poseía un sentido íntimo o común. No se trata de la "síntesis", como se dice en los libros científicos, sino de una unidad primaria frente a la cual los órganos serían más bien análisis, analizadores de lo sentido. Gracias a esto, la "cosa sensible" es "una" cosa constituida en el "sentido" de nuestra afección o impresión. El eîdos o idea de la cosa es, por esto, primariamente esquema, o figura de ella, lo expreso en la impresión que nos produce.[7] Como impresión de mi sentir, sobrevive a la cosa misma. La cosa deja impresionado al hombre más tiempo que el que dura su acción. La impresión se prolonga, como dice Aristóteles, en una especie de movimiento consecutivo. Al perdurar la impresión de las cosas, {51} la figura de su sentido ya no es "eidos", sino imagen. La imagen no es tanto una fotografía de las cosas que el hombre conserva en su alma, cuanto la perduración de su impresión. Al mostrarse algo, especialmente en los sentidos, llamó el griego "fenómeno", de phaino, mostrar. La perduración del mostrarse se expresa por un verbo derivado de phaino, phantázein. Imaginar es "fantasear", hacen perdurar la mostración de algo. La esencia de la imaginación es fantasía. La imagen es lo sentido en la fantasía. Ya no es fenómeno, sino fantasma. Pero el sentir no es siempre patente: puede estar latente. Este sentir latente es lo que los latinos llamaron cor, y el patentizarlo es, por esto, un recordar. Gracias al recuerdo, se afina el sentir: quien posee un certero sentido, decimos que es experto y diestro, posee experiencia. Empeiría, experiencia, significa primariamente esta experiencia del experto. Sólo entonces es cuando una impresión puede no conservar más que los rasgos comunes a muchas otras. La idea que era sólo imagen, da lugar entonces a un tipo común a muchos individuos. Y quien posee este sentido de lo común es perito, o tekhnítes, como dice Aristóteles.

Así y todo, si el hombre no tuviera más modo de sentir que éste, no podría decirse que poseyera un "saber" de las cosas.

Porque, en efecto, en todo sentir, la cosa sentida en la impresión, es "cosa", pero "de momento", como decimos, y decimos muy exactamente. Es cosa mientras la siento. Es cierto que la impresión, en cuanto tal, prolonga su duración, según hemos visto; pero, precisamente, esto mismo que le asegura duración mayor, convierte a la cosa en insegura. Tenemos impresión sin afección; ha desaparecido la "figura" de la cosa, como realidad afectante, para no quedar sino su "fantasma". Si se quiere seguir hablando de cosa, será la cosa en cuanto sentida. Ya no puedo decir que esto es vino, sino que esto, en mi sentir, es vino. Cuando algo no lo es más que en mi sentir, es que sólo parece serlo. Ahora comprendemos por qué los sentidos no nos dan el ser de la cosa, sino su parecer. Dicho en otros términos: la impresión en cuanto tal, no hace sino descubrirnos la realidad; pero las cosas no son forzosamente reales: sin impresión no habría ni cosas ni fantasma; sólo con ella no {52} sabemos si lo que hay es cosa o fantasma. Sólo es lo uno o lo otro, "en nuestro sentir", y, por tanto, la cosa lo es sólo "de momento". En la realidad de la verdad, que es el sentir, tenemos la verdad de la realidad, pero no la realidad verdadera.

Pero esto no significa que sea cosa baladí o deleznable. Cuando algo lo es "en mi sentir", según veíamos, "parece" ser lo que es. Este "parece" es siempre un "me" parece. Al decir que esto me parece ser así, enuncio una opinión (dóxa). Para comprender, pues, qué es el saber real, hay que ver qué es esta opinión.

Opinar es, por lo pronto, decir algo en mi sentir. Pero este "decir" mismo no hay que tomarlo como una oración de indicativo, sino como un "hablar". Al hablar decimos las cosas. Pero decimos esto y no otra cosa, porque una especie de "voz" Interior nuestra nos dice lo que son las cosas. Cuando algo nos sorprende por insólito, quedamos sin palabra. El logos es, pues, fundamentalmente una voz que dicta lo que hay que decir. En cuanto tal, es algo que forma parte del sentir mismo, del sentir "intimo". Pero, a su vez, esta voz es la "voz de las cosas", de ellas; nos dicta su ser y nos lo hace decir. Las cosas arrastran al hombre por su ser. El hombre dice lo que dice por la fuerza de las cosas. En cuanto voz de las cosas, decía Heráclito que el logos era la sustancia de todas ellas.[8] Mi sentir íntimo siente esta voz de las cosas; este sentir es, en .primer lugar, un "escuchar" para "seguir" lo que en ella se dice y entregarnos así a las cosas. Entonces, nuestro hablar es justo o recto. Como decisión o fallo, el logos es un sentido íntimo de la rectitud del hablar, fundado en sentir su voz. Quien es sordo a esta voz, habla por hablar, es decir, "sin sentido", y este modo de estar entre las cosas es el sueño. En él no hay más que la voz de cada cual. En cambio, quien atiende a la voz de las cosas está despierto a ellas, vigilante. Es la vigilia. Cuando se descubre una cosa, es como si se despertase a ella. Y el primer logos del despertar es, por esto, un ex-clamar. A cada cosa le va adjunta su voz, y esta voz, a su vez, reúne todas las cosas en una voz {53} unitaria. Por esto, todos los hombres despiertos tienen un mismo mundo: es el cosmos. El juntar o reunir se dice, en griego, légein. Por esto, este vocear se llamó logos. El hablar del hombre despierto no es la pura "locuacidad" del dormido, una pura léxis, sino que es la frase como portavoz de las cosas. El hombre despierto es el portavoz de las cosas.

Pues bien: como en el sentir perduran las impresiones, el logos, al reunirlas, "compone" los sentidos de su sentir; como cada una de aquéllas no ofrece sino cosas de momento, el logos como expresión del cosmos, o de la unidad de estas cosas sentidas, será composición de momentos, movimientos. Saber algo será saber que ha "llegado a ser" tal en este momento. Este llegar a ser no tiene nada que ver con el llegar a ser de la dialéctica. En ésta se trata de que el todo llega a ser "esto". Aquí se trata de que una cosa "de momento" llegue, también "de momento", a ser otra. Saber, para los sentidos, será poseer la dirección de este movimiento, predecir.

Pero este saber que es la opinión, por lo mismo que no es sino el saber "por impresión", es insuficiente. Quien no sabe más que en su sentir procede por impresión; no tiene, a pesar de todo, "sentido de las cosas", de lo que es verdad siempre. Por esto le llamamos insensato. El hombre "sensato" tiene un sentido de las cosas distinto de su pura impresión. Por tener un sentido, que es el de las cosas y no el suyo, el hombre sensato coincide con todos los de su condición. Este sentido de las cosas es la mens, el noûs. Quien carece de él es amente o demente.

Este ser de las cosas, propio del sentido de ellas, hay que tomarlo literalmente. El sentido es de ellas; lo tiene el hombre como una cierta dádiva suya: algo divino lo llamaban, por esto, los griegos. Gracias a ello, la mens tiene en sí misma la seguridad, no sólo de su realidad, sino de la realidad verdadera de lo mentado". Esta unidad hacia decir a Parménides que son "lo mismo" la realidad de la mente y la de su objeto. Es la manera suprema de sentir. Aristóteles la compara, por esto, no sólo a la luz, sino también al tacto. El noûs, dice, es un "palpar". De entre todos los sentidos, en efecto, el tacto es el que más certeramente nos da la realidad de algo. La vista misma de los ojos, además de ver con claridad, siente una especie de contacto con {54} la luz. Con sólo la claridad tendríamos, en el mejor de los casos, "ideas", pero "ideas" que podrían no ser sino "visiones", "espectros"; por eso, la mens, además de ver claramente, es un "palpar", un ver palpando que nos pone en contacto efectivo con las cosas "palpitantes", es decir, reales. Tanto, que, en el fondo, es más bien un palpitar de nosotros en las cosas que de las cosas en nosotros. Este palpitar afecta a la intimidad de cada cosa, a su punto más hondo y real, como cuando decimos, en español, que un suceso "tocó su corazón". A la efectividad del palpitar es a lo que el griego llamó "actualidad". Las cosas reales tienen, en cierto modo, palpitante actualidad ante la mente. Sin embargo, las cosas no son su actualidad ante la mente. Precisamente, las cosas actuales tienen actualidad porque previamente son actuales. Y a esta otra actualidad previa es a lo que el griego llamó realidad: una especie de operación en que algo se afirma sustantivamente. Aristóteles lo llamó enérgeia. La mens, al palpar la cosa real, palpa lo que "es" actualmente, no sólo su impresión actual. Así es como el hombre discierne lo que es "de momento" de lo que es "de todo momento", de siempre. Lo que siempre es verdad supone que es siempre. Ser es ser siempre. El ente de Parménides es, por esto, inmóvil, invariable. Por serlo, cada cosa tiene que ser siempre lo mismo que es. La idea o esencia de las cosas se convierte en lo esencial de ellas para que éstas sean siempre lo mismo. La esencia es ousía. Gracias a la ousía, las manifestaciones "de momento" de las cosas son movimientos en lo no esencial, siempre los mismos, que emergen de lo que la cosa es y no de lo que fue en el momento anterior. La ousía es así naturaleza de las cosas. La naturaleza supone ousía y ésta el "ser siempre". Esta conexión es fundamental.

El logos que enuncia esta nueva voz de las cosas ya no es un opinar lo que ha llegado a ser algo "en nuestro sentir", sino lo que "es" con sentido. Antes, algo era, en cuanto era sentido; ahora, algo es sentido, en cuanto es. Por eso, el logos que predice lo que será, supone un logos que predica lo que es. Cada "sentido", en el sentir sensible, "es", en la medida que se "acusa" en él, el ser real y efectivo que es siempre. La acusación se llama, en griego, kategórema, o predicamento. Los modos de esta acusación son, por esto, categorías. Gracias a ello el logos puede {55} tener un sentido congruente; si se me pregunta "dónde" estamos y respondo "amarillo", la respuesta no es ni verdadera ni falsa; carece de sentido, es una "incongruencia" entre el ser que se acusa en el "dónde" y el que se acusa en el "amarillo". La verdad o falsedad no es lo primario, ni en las cosas ni en el logos: presupone el sentido, y este presupuesto son las categorías. El sentido no es aquí una "significación", sino el sentido del sentir mental. El noûs, la mens, es el sentido mismo puesto en claro, e, inversamente, esta claridad lo es de un sentido.

Gracias a ello, en la verdad de la realidad se halla la realidad verdadera. Y así, la búsqueda de los principios es algo más que especulación; toca a la cosa misma, y su resultado son principios reales. Quien ha conquistado así los principios, quien trata con las cosas en esta su intimidad radical que se halla en sus principios, se dice que gusta de la realidad, de ellas. Tiene gusto por las cosas, las saborea. Por esto se dice que tiene un sapere, un sabor, sapientia, un afinado gusto por los principios de lo realmente verdadero. La sabiduría no es simplemente un modo lógico, sino un afinamiento e inclinación radical de la mente, una "disposición" de ella hacia el ser real y verdadero; el saber no sólo sabe lo que es siempre, sino que, en cierto modo, lo sabe siempre; una héxis, un hábito de los principios, la llamaron, por esto, los antiguos.

Este sentido, decía, es algo interior a nosotros, al propio tiempo que lo es de las cosas; no sólo nos es interior, sino lo más interior, lo "intimo". A este ser "intimo" del sentir lo llamaron, por esto, los antiguos el fondo abismal del alma: el alma tiene esencia, en el sentido de fondo abismal. Esta idea pasó a la teología mística con el nombre de scintilla animae, la chispa del alma.

El saber "qué es esto" de veras y el saber en "qué consiste" esto, el vino, sólo es posible como un explicar de lo sentido en este luminoso sentir. Por esto, los principios o elementos de las cosas no son, para Aristóteles, primariamente tan sólo conceptos, como, con deliberada imprecisión, dije páginas atrás, sino también los elementos sentidos de nuestros órganos. Lo sentido, en cuanto tal, es siempre verdadero: el error puede nacer cuando el logos rebasa el sentir y va a la cosa, mentándola sin mente, {56} por así decirlo. La búsqueda del ser real y verdadero pende, pues, en última instancia, de la búsqueda de estos infalibles y elementales sentires, para, ateniéndose a su infalible verdad, tener la realidad verdadera de las cosas.

A esta búsqueda ha ido toda una parte de la filosofía y de la ciencia. Es preciso que las ideas constitutivas del ser de las cosas sean reducidas a estos elementos reales, además de verdaderos, infaliblemente reales y verdaderos, para que sean verdaderas y efectivas ideas o formas de las cosas. No se trata de "especular" ni de "combinar" verdades para descubrir ideas, sino de encontrar su originación real. El "origen de las ideas" ha sido el problema del saber humano durante buena parte de la Edad Media y los primeros siglos de la Moderna.

El problema va implicado en lo que acabamos de decir. Saber es saber cosas y no sólo impresiones; y esto es obra de la mens. Pero esta mens, cuyo sentido nos da las cosas, no queda suficientemente precisada, sino más bien enunciada como problema en la descripción de Aristóteles. Por muy de las cosas que sea, no dejará este sentido de ser humano. En todo sentido, en efecto, lo mismo en el sensible que en el de la mente, no sólo se siente algo, sino que el hombre se siente. En el sentir de la mente el hombre se siente en las cosas; pero se siente. Como en todo sentir, pues, en el sentir de la mente se "con-siente" el hombre; junto a la "ciencia" de las cosas que da el sentir tenemos una "conciencia" del hombre. La mens se ha convertido en conciencia. Y así como el hombre siente lo real, se siente también a sí mismo en su verdadero y real ser. Puede, pues, la mens servir al hombre de "guía" en el universo: hegemonikón la llamaron, por esto, los estoicos. Su misión propia no es, pues, sólo sentir, sino más bien pre-sentir el universo. En cierta manera, llevarlo en si. Entonces todo el problema queda centrado en esta función rectora, "previa", de la mente. La mente recibe su especial seguridad y rango excepcional dentro del sentir humano, precisamente porque su sentir es pre-sentir el universo entero. ¿Cómo?

La mente como modo de sentir que tiene el hombre, implica un "órgano" de su sentir; ya no es sólo "el" sentido, sino un "órgano" suyo. Como tal, no siente las cosas más que por afección. Por tanto, será fuerza decir que, además de impresiones {57} sensibles, el hombre posee otras afecciones "mentales" que le dan la idea real y verdadera de la cosa misma. Mas como la mente siente las cosas en ese modo especial que es "pre-sentirlas", la afección no tiene más papel que despertar el presentimiento, cambiar lo presentido en sentido. Las ideas de las cosas serian, pues, radicalmente ingénitas —innatas, se decía en el siglo xvii— al hombre, iluminadas y puestas en claro por la afección "mental" de las cosas. Tal es el racionalismo, desde Descartes a Leibnitz.

Pero aún no es esto bastante. Como órgano del sentir, que no siente más que por afección, lo único que la mens puede darnos son las cosas "en su sentir"; un sentir distinto del sensible, pero un sentir que no da sino el presentir como sentir humano. La mens no es sino "organo" de un sentir "interior". El origen de las ideas habrá de referirse entonces a dos fuentes distintas, pero de igual rango: sensación externa, reflexión interna, como decía Locke. No hay más realidad que la sentida en estos dos sentidos en cuanto tales. La realidad es empeiría. Si hay un logos de las ideas, una ideología, será esencialmente empiriología. Lo demás son verdades absolutas, pero sólo "verdades", esto es, relaciones de ideas. Tal es la obra de Hume. El empirismo, además de ser una reducción de la realidad a empeiría, es una afirmación del sentido absoluto de la idea como tal. Esta escisión va a traer graves consecuencias.

Si esto fuera así, en efecto, el hombre no podría jamás saber cosas, sino simplemente "considerar" sképtomai, ideas. Por esto, todo empirismo es necesariamente "escepticismo", esto es, simple consideración de lo sentido en nuestras impresiones. Para hablar de cosas hace falta algo más: algo que sin sacarnos de nuestras impresiones las "eleve" al rango de sentido de cosas. Como "órgano" del sentir, la mente no es tanto fuente de nuevas impresiones cuanto de un modo distinto de sentir las cosas, las mismas cosas que los "órganos" de los sentidos. Por la mente, el hombre no hace sino "dar" sentido a los sentidos. La mente no está yuxtapuesta al sentir sensible. El animal "siente" el vino: el hombre siente que "parece o es" vino. Esta es una diferencia esencial: la diferencia entre el "nudo" sentir y "sentir que parece", o "sentir que es" vino. No tendríamos esto último sin la {58} mens. La mente esta compenetrada con la impresión sensible. Y su modo de compenetración consiste en "dar" sentido. El "pre" del pre-sentir consiste en "dar" sentido para poder sentir. Entonces, en el sentir mismo se acusan los rasgos del ser verdadero que la mente descubre en si misma; gracias a estas "categorías" de la mente tiene sentido el sentir humano. El hombre no sólo siente, sino que "tienta", por así decirlo, sus impresiones hasta darles sentido. Sin darnos una segunda impresión de las cosas, las elevamos al rango de "ideas" verdaderas y reales de ellas. Esta elevación es lo que se llama "transcender". Por esto, la acción de la mente sobre las impresiones es transcendental. El problema del noûs conduce, pues, al problema de la transcendentalidad. Al "tentar", o tantear, las impresiones, las cosas ya no son simple experiencia, sino experimento. Como tales, no son simples entes que están ahí, sino "hechos". Ciencia es saber experimental. Tal es la obra kantiana. Sería un completo error considerarla solamente desde el punto de vista de una ontología abstracta. El presentimiento de los estoicos se ha convertido en un pre-sentido mental. El hombre no lleva en si el universo de las cosas, sino el sentido real de ellas. (Aquí la expresión "sentido" no significa un simple sentido como "el sentido de una frase", etc., sino que envuelve la dimensión esencial inherente a lo que es el "sentir".) Las impresiones nos dan la verdadera realidad cuando tienen sentido, sentido de cosas.

Con ello, no perdemos la seguridad de movernos entre cosas reales; pero entonces cobra cada vez más importancia el "sentido de la realidad". El hombre ha encontrado en la "mens" un modo de tentar y tantear impresiones y, por tanto, de captar cosas, no sólo ideas. Mientras el saber especulativo lleva a la verdadera idea, sin llegar a la cosa real, ahora nos movemos cada vez más entre cosas, con un gradual oscurecimiento de la idea. Al hombre de la segunda mitad del siglo xix le interesa conquistar cosas. Pero en esta conquista, a fuerza de retrotraer las ideas a las cosas, persigue cosas sin idea; por tanto, no lo que naturalmente son siempre los seres, sino sus invariables conexiones, las leyes. Y tal es también el aspecto, cada vez más subrayado, que va adquiriendo la ciencia física actual. Si en la antigüedad predominaba la idea sobre la cosa, la vista sobre el tacto, ahora {59} predomina de tal suerte la cosa sobre la idea, que nuestro saber del mundo se va convirtiendo en un palpar realidades sin verlas, sin "tener idea" de lo que son. Facultad ciega llamaba ya Kant a la síntesis mental. Frente al ideísmo sin realidad, un reísmo sin idea. El positivismo es la culminación de este modo de saber: cosas son hechos, naturaleza es ley, y ciencia es experimento.

Resumamos: el saber humano fue, en un principio, un discernir el ser del parecer; se precisó, más tarde, en un definir lo que es; se completó, finalmente, en un entender lo definido. Pero, a su vez, entender ha podido significar: o bien demostrar, o bien especular, o bien experimentar. Las tres dimensiones del entender en Aristóteles: la necesidad apodíctica, la intelección de los principios y la impresión de la realidad, que arrancan de la vinculación del problema del ser al problema de la idea, han vagado, más o menos’ dispersas y divergentes, en la Historia. Con ello se ha dislocado el problema filosófico. No se trata, con esto, de hacer creer que la historia entera de la filosofía sea un comentario a Aristóteles. Si se tratara de exponer sistemas, habría que subrayar muy taxativamente el abismo irreductible que separa nuestro mundo intelectual del mundo intelectual antiguo. Se trata de algo diferente: se trata, en primer lugar, de descubrir motivos, y, entonces, es claro que, por abismal que sea la distancia que nos separa de Aristóteles, no lo es tanto que constituya un "equívoco" el empleo del vocablo filosofía, aplicado a su filosofía y a la de nuestros tiempos; y, en segundo lugar, casi me atrevería a decir que Aristóteles no interesa sino accidentalmente: nos interesa porque en él emergen, "desde las cosas" y no desde teorías ya hechas, los motivos esenciales de la primera filosofía madura que ha predeterminado, en gran parte, el curso ulterior del pensamiento humano.

 

Cruz y Raya, septiembre de 1935.


NOTAS

[1] Naturalmente, en un sentido no limitado a lo que hoy llamaríamos percepción visual, sino más amplio, que abarca todos los caracteres de la cosa, y aun de la persona; así se habla del eidos, del general, del gobernante. Tal vez pudiera traducirse por tipo o figura.^

[2] Aqui me limito al "porqué", en el sentido de causa formal. Los demás sentidos, en varia medida, implican éste, o se refieren a él.^

[3] Escribimos de-mostrar para subrayar el sentido etimológico de la expresión: mostrar algo como emergiendo necesariamente de aquello que es la cosa de-mostrada.^

[4] Aquí, el vocablo "demostración" adquiere nuevamente su sentido corriente.^

[5] El lector excusará que exponga este modo de interpretar el problema de la realidad, y, en general, todo este apartado, sin entrar aquí a justificarlo. Lo propio digo de la interpretación de Parménides y de Heráclito que sugiero. Y no es necesario insistir en que no se trata sino de un aspecto, sumamente parcial, de la interpretación.^

[6] "Impresión", y, en general, todo lo que sigue, debe entenderse en el sentido usual de los vocablos; nada tiene que ver con la oposición entre "subjetivo" y "objetivo". Esta supone, por el contrario, lo primero.^

[7] Los griegos, como Aristóteles, distinguieron entre esquema (skhéma) e idea (eîdos) cuando quisieron apuntar a la esencia de las cosas. El hombre recién fallecido tiene el mismo esquema que pocos momentos antes de morir; pero, una vez muerto, no posee el eidos humano, porque no tiene el érgon de éste, no vive. Aquí no necesito insistir más en esta diferencia.^

[8] No quiero decir que este sentido del logos sea el único ni el primario en Heráclito.^